Por Yolanda Orozco Pérez
Es tarde y regresé corriendo a la casa y entré al cuarto en penumbras, apenas alumbrado por una lámpara de petróleo y un olor a algo desconocido para mí, el olor, me golpeó como un yunque, era olor a sangre, tu sangre papacito de haber estado vomitando. Apenas soy una niña de seis años y ya siento un desamparo que me va a acompañar siempre. No papacito, no te puedes ir, tú eres todo mi mundo, no me puedes dejar, me pediste que fuera a la tiendita por un cigarro y corrí lo más rápido que pude para que pudieras ponerme el humo en las botellitas de vidrio que yo guardaba.
Mientras pasaba por la cantina, que estaba camino a la tienda en la rocola sonaba:
“De las lunas la de octubre es más hermosaaaaa.
Porque en ella se refleja la quietud;
de dos almas, que han querido ser dichosas,
al arrullo de su plena juventud”.
Me imagino dándote toda mi esencia y quiero darte mi vida y me concentro para mandarte mi energía y mi poder vital, no sé exactamente qué es, pero yo tengo la seguridad de poder hacerlo y no lo logro por más que me esfuerzo. Te veo pálido y ya no te reconozco, eres como mi muñeca de cartón, la única que los Reyes Magos me trajeron y a la que metí a bañar en el momento de recibirla. Al igual que tú, se disolvió entre mis manos.
Te esperaba ansiosa a que llegaras y me sentaras en tus piernas papacito, comenzabas a buscar estaciones en el radio gigante con perillas enormes y encontrabas todas las estaciones de radio. Me reía tanto de ver a mi mamá con una panzota en el marco de la puerta y seductora, imitando a María Victoria. También escuchabas estaciones de música en inglés que tú cantabas y entendías. Siempre tan sabio, traductor de los ingleses en Poza Rica, líder de tus compañeros de trabajo, el mejor orador, el mejor ebanista, tan guapo y tan lindo conmigo. Tal vez porque me parecía a tu hermana María con una carita redonda y boca tan pequeña, que reír me cuesta hasta la fecha. Tenía el cabello de la altura de mi cuerpo, lo peinabas con tanto esmero y sin jalarme, me hiciste jurar que nunca lo cortaría. Al irte, por las mismas razones por las que tú me amaste tanto, sentí el desdén por parte de mi mamacita.
Con tu partida, nunca volví a ser la misma, desde ese momento supe que mis hermanos mayores y yo haríamos tu trabajo, seríamos el apoyo incondicional de nuestra madre; ellos siendo los mejores estudiantes, lavando coches, haciendo mandados y siendo niños con sueños truncados. Yo, por mi parte, me convertí en la encargada de la casa, mientras, mi mamacita doblaba turnos como afanadora en Pemex. Recuerdo siempre mi despertar temprano y corriendo, llevar el nixtamal al molino para hacer tortillas, huevo con chile, salsa, frijoles y salir aprisa con todos mis hermanos y mi hermanita la Nena, mi compañera de butaca; jamás me dijeron nada las maestras, eran cómplices calladas de mi destino. Presurosos regresábamos a preparar la comida, a hacer rendir las papas y el fideo, para regresar nuevamente corriendo a la escuela de la tarde; muchas veces no alcanzaba a lavar los platos de la comida y a mi mamacita le gustaba que su casa “albeara” de limpia; si encontraba los platos escondidos, me daba mis cates, pobrecita, si estaba tan cansada como yo, pues la entendía. Por la tarde, mientras ella lavaba, yo planchaba con esas planchas de fierro que se ponían en el fogón y almidonaba las camisas; mis piernas me ardían y me latían como si fueran corazones.
En mi niñez, ser huérfana era como un delito, como una enfermedad, como la peste que se pega. Sentí el rechazo, la lástima y para colmo, cualquier adulto se sentía con el derecho de darme sermones para que no me fuera por “mal camino”. No entendían que yo era más vieja, más responsable y más sabia que todos. No se extraña lo que no se tiene, pero a ti papacito, siempre te añoré. Me hiciste tanta falta que imaginé tantas veces cómo habría sido mi vida si tú no te hubieras ido, estoy segura que habría sido una niña feliz, y sin embargo, cuando mis hermanos y hermanas rememoramos nuestra niñez, nos sentimos tan felices y amados por aquella mamá aguerrida y trabajadora, sin cultura, pero con una inteligencia sagaz, capaz de defender a sus hijos de cualquiera y de sacarlos sola adelante.
“…Viviré con la eterna pasión que sentí,
desde el día en que te vi.
Desde el día en que soñé,
que serías para mí.”
Ahora sé que siempre estuviste allí papacito, apoyándome, si no, ¿de dónde saqué la fuerza?
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