Por Fausto Llampallas Iturriría
Nuestro Estado es cuna de un sinfín de personalidades, que han dejado un gran legado en la historia nacional y mundial; tal es el caso de Jorge Negrete, Efraín Huerta, José Alfredo Jiménez, los hermanos Aldama, entre otros.
Dentro de estas grandes figuras, encontramos una colosal que marcó un hito a nivel mundial, Diego María de la Concepción Juan Nepomuceno Estanislao de la Rivera y Barrientos Acosta y Rodríguez, mejor conocido como Diego Rivera.
Nacido en la colorida y colonial ciudad de Guanajuato, el 8 de diciembre de 1886, Diego fue uno de dos gemelos nacidos, hijo de la pareja conformada por María del Pilar Barrientos y Diego Rivera Acosta.
Su hermano Carlos, quien era preferido por sus padres por ser de tez clara, falleció cuando tenían 2 años; un año después, rayando las paredes de su hogar infantil, fue como Diego descubrió lo que más tarde se convirtió en su carrera artística, misma que desde su origen fue apoyada por su padre, quien no dudó en estimular su creatividad, instalando pizarras y lienzos en las paredes donde quedaron plasmados sus primeros registros pictóricos.
Años más tarde, la familia decidió mudarse a la Ciudad de México para evitar tensiones creadas por el rol que tenía su padre como editor de un periódico de oposición.
Con tan solo diez años y viviendo ya en esa ciudad, Diego inició su formación en la prestigiosa Academia de San Carlos; fue ahí donde conoció a su mentor Gerardo Murillo, quien le inculcó el amor por el arte y la cultura mexicana, en especial por la identidad indígena.
En 1906, Diego logró irse becado a Europa, donde conoció a grandes pintores españoles como Goya, El Greco y Velázquez, quienes se convirtieron en un referente en el desarrollo de su obra.

Durante esta época, Rivera hizo conexiones con artistas que fueron parte de las más nuevas tendencias artísticas del momento, un ejemplo fue el dadaísmo, a través del cual descubrió un nuevo panorama creativo para su ilustre carrera. En 1909 conoció a la pintora rusa Angelina Beloff, quien fue su pareja por los siguientes doce años.
Un año después, justo en el periodo de la Revolución mexicana, Diego regresó temporalmente a México, llevando a cabo su primera exposición en la Academia San Carlos. A pesar de la difícil situación en nuestro país, tuvo un periodo de gran éxito artístico y monetario que le permitió regresar a Europa. Ya en París, Rivera se codeó con las más grandes figuras artísticas de aquel entonces, formando estrechos lazos de amistad y comenzando su breve etapa cubista, en la que amigablemente compitió con Picasso y Braque, entre otros.
Esta fase victoriosa llegó a su fin, tras un fuerte incidente con un crítico de arte llamado Pierre Reverdy, rompiendo su relación con los artistas del círculo cubista, situación que lo llevó a tornar su atención al movimiento neoclásico y gracias a otra beca, logró ir a Italia a estudiar arte clásico. Es ahí donde encontró una fuerte fascinación por los frescos de los siglos XIV y XV.
En 1921, Diego Rivera regresó a México y al poco tiempo tras el nombramiento de José Vasconcelos, como Secretario de Educación, en 1923 y a petición del entonces presidente Álvaro Obregón, creó un mural donde plasmó la historia de México, teniendo como resultado un periodo de gran impacto artístico y cultural.
Durante esta década participó fuertemente en el ámbito político, generando gran controversia, dada su afiliación comunista y actuación altamente revolucionaria. En 1927, fue invitado a la antigua Unión Soviética, para la décima celebración de la Revolución de octubre.

Después de nueve meses en Moscú, enseñando su estilo de pintura muralista, Diego regresó a México para casarse con Frida Kahlo, tomando el cargo como director de la Academia de San Carlos. A pesar de haber sido una relación muy turbulenta, Kahlo, quien compartió pasiones políticas y artísticas con Rivera, fue su compañera por el resto de su vida.
Como resultado de su arduo radicalismo, Rivera se ganó un gran número de enemigos en la Academia, y fue expulsado del partido comunista por colaborar con el gobierno. Fue en ese momento cuando conoció al embajador de Estados Unidos, en México, Dwight D. Morrow, quién le ofreció un viaje a los Estados Unidos todo pagado, logrando en este viaje su mayor época de reconocimiento internacional tras la creación del mural “El hombre en el cruce del camino”, (1933); una obra de gran impacto en el Centro Rockefeller, que tiempo después fue destruido por contener la imagen de Lenin cerca del centro de la pieza. Hoy en día se puede disfrutar una versión un poco más pequeña de éste, en el Palacio de Bellas Artes, llamada “El hombre controlador del universo”, (1934).
Luego de este incidente, Diego y Frida regresaron a México. Rivera realizó algunas de sus obras más famosas con los murales de Palacio Nacional. La famosa pareja de artistas fueron personajes clave en la llegada de Leon Trotsky y su esposa, a México, como refugiados políticos en 1937. En 1939 pasan una etapa de separación, divorciándose y contrayendo nupcias nuevamente, un año después.
Diego y Frida continuaron trabajando y viviendo juntos hasta la muerte de Kahlo, en 1954. Este acontecimiento afectó profundamente a Diego, y a pesar de que nunca dejó de realizar obras, solo pasaron algunos años desde la pérdida de su amada para que sucumbiera ante el cáncer en 1957.
El gran legado de este insurgente artista, no se detiene en el reconocimiento internacional o en la iconografía que dejó marcada en nuestra cultura, ni en sus grandes obras. La gran colección de artículos precolombinos que juntó a lo largo de su vida se convirtió en el museo Anahuacalli, edificio que él mismo diseñó basándose en la arquitectura del Templo Mayor. Además de la inmensa cantidad de murales que se pueden disfrutar a lo largo del País, en nuestro Estado tenemos la fortuna de contar con el Museo Casa Diego Rivera, que además de albergar obras del artista, usa algunos de sus espacios para recrear las habitaciones en las que pasó su infancia este gran guanajuatense.
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